Esta era una ciudad cercada. Iba el adarve en derredor del caserío, con una cava muy honda al pie que le servía de precautoria defensa. Las almenas alternaban con los baluartes y las casas fuertes en el recinto bien torreado de la villa. En las peleas con el infiel hereje se habían levantado estos muros que la conferían rango de inexpugnable, pues alzaba su traza sobre una alta meseta desde la que se dominaba la fértil, extensa y risueña llanura. Dentro de la muralla se apretaban las calles encachadas, la plaza de soportales, los cien monasterios -uno por miembro del CD-, la catedral, el alcázar, los barrios antiguos, el mercado artesano, la cárcel -donde permanecían los expedientes inconclusos y las denuncias perdidas-. Había tres puertas, bien guardadas, una por cada miembro del trio de la benzina, que daban salida -nunca entrada- a la ciudad. En tremenda campaña, la hueste venció en distintas batallas al adversario hereje. Desde el altozano de la torre del homenaje, la encartada observaba orgullosa a su gente y la fortaleza que les mantenía al abrigo de cualquier sorpresa, escaramuza o soplo de libertad. En esta fortaleza viviría con su mesnada y para ello levantó la polis, o ciudad política. El obispo y los abades que con ardor habían combatido junto a los incontaminados y sus Ballesteros, prepararon un severo ritual de liturgias que llamaron fiestas primarias. La ceremonia era parte integrante de la vida ciudadana y en su mágico despliegue se exibían los mitos que aglutinaban la existencia cotidiana con la fuerza de lo carismático. Había con frecuencia misas pontificales a través del web y concelebraciones en las praderas mostoleñas y unción de caballeros y procesiones públicas, entre un ejército de pendones que poblaba la ciudad. Todo giraba en torno a la lucha y a su victorioso desenlace. La ciudad amurallada vivía su sueño de historia, ajena e indiferente a lo que la rodeaba, inmóvil en su fe a la encartada, anclada en el pasado, segura en su verdad, estática como las figuras de una portada románica, cada una en su estamento, en perpetua espera del designio final de quitar a otro para ponerle a él.
La guerra se había quedado atrás. El enemigo también. Con los años, los campos talados, las dehesas sin pasto, los montes sin árboles, que testimoniaban del ardor de la pelea, recobraban la verdura. Ganado, floresta y, en suma, la vida y la normalidad volvieron al rededor del burgo aislado. Las querellas heréticas diversas fueron cediendo cuando los tres sumos sacerdotes encargado en la ciudad de arrear estopa al hereje, dejaron de predicar las ventajas de la guerra santa. No hubo, con el tiempo, ni más excomulgados, ni nuevas discriminaciones o pérdidas de denuncias; ni tuvieron que llevar puestos los simpatizantes de los herejes capuces verdes con un paracaidista subiendo o bajando. La biología humana hizo el resto. Las dinastías comenzaron a buscar su mejor derecho. Al cabo de un tiempo una nueva población se alzó sobre los viejos rencores que se habían ido apagando. Los familiares de los antiguos combatientes pidieron su sitial sobre el antiguo campo de exterminio. Las uniones florecieron aunque, al ser poco el gentío, hubo que hacerlas entre iguales.
Desde lo alto de uno de los torreones que vigilaban el sueño de la ciudad atisbaron un día varios dignatarios allá abajo, en la vega, unos campamentos ¿Serían enemigos? Fue la primera pregunta que se hicieron los sorprendidos observadores. Con el transcurso de los meses y los años, los campamentos crecieron, se organizaron y se hicieron sedentarios, definitivos. Al cabo de un decenio, ya no eran campamentos, sino otra ciudad lo que se alzaba allí. Una ciudad informe, confusa, próspera en su actividad, con caravanas ininterrumpidas de lejanos países entrando y saliendo en su delimitación sin ningún tipo de cortapisas. Allí vivían miles. Decenas de miles, casi todos jóvenes. Trabajaban, se divertían, cantaban y bailaban hasta el amanecer. Era un núcleo bullicioso, alegre, despreocupado, de gente impetuosa, algo iconoclasta y de curiosa avidez de saber. Esta segunda ciudad estaba en el llano, junto al río, rodeada de huertos y jardines y se desparramaba, un poco a la diabla, por el campo circundante. Arriba, los amurallados, la miraban y remiraban con creciente preocupación.
Esos hombres y esas mujeres son herejes disfrazados, se decían unos a otros. Han acampado ahí con pretexto de vivir, pero en realidad tratan de asaltar nuestras murallas y destruir nuestro viejo burgo. Aprestémonos a la defensa. Y aún,si fuera posible, vayamos al ataque preventivo. Entremos una noche por sorpresa en sus tiendas y mercados y destruyámoslo todo. Es la única manera de salvar nuestra catedral, el tesoro de nuestra fe, nuestra vida colectiva, nuestras costumbres, nuestro sistema social.
Pero los de abajo, los de la vega, no tenían la menor intención de asaltar las murallas. Ni de arrasar la ciudad antigua. Se sentían, eso sí, ciudadanos comunes pues eran de la misma pasta que los encastillados, aunque de creencias y adoración distinta. Y aspiraban a vivir juntos, dentro de una comunidad abierta, grande y sin murallas que les aprisionaran. Pasando de los fantasmas que albergaban los fantoches del castillo.
Los de intramuros, sin embargo, persistían en tomar por asaltantes enemigos a los acampados en el valle ¡Mirad cuántos son!, exclamaba su tirana reyezuela. ¡No dejarían aquí dentro piedra sobre piedra!. Los de extramuros, a su vez, cuando en alguna ocasión se acercaban a los torreones en ocasión de festejos internos, contemplaban con estupefacción muchas de aquellas ceremonias antiguas, pasadas, añejas que ni se entendían ya ni apelaban a la apertura de las murallas. ¿De qué hablan? ¿Por qué se expresan así? Deben pertenecer a alguna extraña secta, se decían.
Algunos de la mesnada fundadora de la ciudad bien defendida quisieron mediar para disipar los equívocos. ¿Eh, amigos?, gritaron desde las almenas a los de la vega explicad lo que queréis. Decid a los de dentro que no queréis destruir, sino integrar. Que deseáis abrir las puertas pero no prenderlas fuego. Que esperáis vivir juntos y respetar la vega y la meseta como partes que son de la misma comunidad. Que si sois muchos y acaso los más, aspiráis a regir la ciudad grande con tanta o más responsabilidad que los de dentro han mostrado en gobernar la primitiva. Decid eso para que os oigan y se convenzan del error.
Y luego se dirigieron a sus viejos compañeros para exhortarles al diálogo. Decid a los de fuera que no se trata ya más que haya dos ciudades, sino una que lo sea de todos. Abrid las puertas, mostradles el camino, iluminad con cirios los cien monasterios para que vean la luz. No derribéis las viejas murallas, si así os place, pero plantad sobre su ronda, entre las bombardas y las cureñas un vergel de jazmines y de rosas. Conservad el histórico alcázar. Guardad el respeto debido a las lanzas y a los que encanecieron en su servicio.
Que renuncien a su verdad, contestó la tirana, que pidan perdón por ser herejes y nos rindan pleitesía, mientras el obispo lanzaba venablos sobre los de extramuros. Golems, resentidos de canallesca deslealtad, con retorcida estulticia. Batasunos todos. Que os den por el culo.
El mediador, boquiabierto, giró hacia la gente del valle y abriendo los brazos en señal de disculpa pidió perdón a los ciudadanos del exterior. No puedo hacer más, me debo a Ella y al obispo.
Oye, mediador. Que nosotros sólo estábamos aquí por si alguna de las churris de dentro querían matarile. Diles a los villanos que se metan la ciudad por el culo y que tiren la llave lejos. No te jode, aquí el mediador...
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