AURORA FERRER
Foto: Chema Madoz
“ [...] Cierra los ojos para ver más claroy sal fuera de ti para morar contigo [...]”Extraído del poema de Carlos Marzal: “Ubi Sunt”
Escuchando: Le Moulin – Yann Tiersen
Aparqué el coche justo delante del sitio que me había marcado el GPS y procedí a sumergirme en el laberinto de las bóvedas de lo que antes, claramente, fue una iglesia. Lo primero que vieron mis ojos al entrar, fue una sala inhóspita pero agradable, luces tenues, paredes de ladrillo visto y vigas de madera encima de mi cabeza. Estas estaban adornadas por cuadros diversos, a cuál más extravagante, pertenecientes a singulares y reconocidos artistas de moda. Unos parecían mostrar trazos que intentaban mostrar a mujeres gritando, en otros sólo se veían borrones de colores con cierto tinte optimista; otro que llamó mi atención, estaba completamente pintado en negro. Se titulaba: “Arte Muerto”.
Seguí caminando mientras la madera hacía eco de mis tacones y me acompañaba con su suave crujido de vieja. A pesar de que la puerta estaba abierta y cedió rápidamente a mi presión al empujar sobre ella, no parecía haber nadie custodiándola en su interior. Decidí sentirme dueña de aquel pequeño paraíso por unos momentos y me recreé en la observación de la amplia estancia. Me fijé primero en las paredes de ladrillo visto. El color arcilla al que tan acostumbrada está mi vista de mujer de ciudad. Pero aquellos ladrillos no eran como los demás. Parecían tener cientos y cientos de años. Sus esquinas estaban picadas y su cuerpo agujereado. Con ese aire desvencijado parecían susurrar que albergaban secretos de maestros y mediocres, susurros y desesperaciones de artistas empecinados, de curas, monjas y creyentes, que habían decidido dedicar su vida a aquello tan subjetivo a lo que unos llaman arte y otros, los hombres cristianos de bien y menos bien, arte de vivir.
Anteriormente, en tres o cuatro traspasos anteriores, aquella estancia fue una iglesia. Su actual fachada e interior así lo confirmaban. Dónde antes estuvo un posible altar con un Cristo haciendo la postura de la cruz, ahora se levantaba una especie de carpa blanca, que tenía las obras de un maestro del surrealismo al que llamaban Shyrah. Por él, me había dirigido allí casi hechizada. Sólo le había visto en fotografías, pero era una auténtica discípula de su lenguaje gráfico. Encima de extensas planchas blancas verticales de madera, había colgadas obras de otros artistas. El suelo de las bóvedas había sido levantado y la anterior madera de la entrada me había abandonado bajo mis pies para cambiarse por albero. Notaba como al caminar sobre él, éste levantaba una pequeña niebla al ritmo de mis pasos, lo que me indicaba que el albero había perdido su humedad muchos años atrás.
Saliendo por un momento de mi místico hallazgo y evitando que el polvo se pegará a mis caros, relucientes y recién estrenados zapatos, giré la cabeza en ambas direcciones para ver si me observaba alguien. El silencio más absoluto parecía acompañarme. Podía estar casi segura de que allí, no había nadie. Volví mi vista al cuadro central de Shyrah y a ponerme ese aura, que como dice Walter Benjamín, invade a las personas cuando se sitúan frente a una obra de arte original, trazada por el mismo autor, contemplada sin la difusión de la copia en enciclopedias, revistas o láminas del Ikea. Mis manos, sin pararse a pensar que estaban haciendo, fueron directas a posarse sobre una de las obras de mi admirado maestro Shyrah... Intenté sentir el recorrido del trazo de su pincel sobre el lienzo. Imaginé que aquel lienzo era mi propio cuerpo. Cerré los ojos y respiré hondo, pero muy lejos de sentirme eclipsada y fascinada por mi atrevimiento, sentí una gran decepción que desembocó en frustración y esta en ira, dejando caer por mis mejillas un par de lágrimas bien sentidas. A pesar de la belleza del trazo, allí no se veía sudor, el sudor que todo artista sufre cuando está en plena catarsis de creación y acción. Cuando uno pinta, y se abandona al sentimiento que le embarga, deja huellas de la subida de su pulso, del temblor momentáneo de su mano cuando aúlla la inspiración dentro de sí, deja huella del frío sudor que cae por el cuerpo ardiendo, que denota que el sujeto sobrepasa los límites cerebrales de lo permitido. Ese sudor frío que nos empapa calando hasta nuestros huesos, mientras nuestras cruzadas piernas desnudas se humedecen y se escurren entre sí con nuestros giros de... pincel. Supe, en aquel mismo momento, que Shyrah era un hombre frío, capaz de alcanzar la belleza con un suave chasquido de su inteligencia. Allí no había sudor, ni temblores, ni restos de altas temperaturas cerebrales empleadas en rebanarse buscando la genialidad. Supe en aquel momento, que aquel gran artista que yo tanto admiraba, no le llevaba apenas un par de horas pintar sus obras. Derrochaba inteligencia en apenas ciento veinte minutos y desperdiciaba el resto del tiempo en vete a saber que aventura. No le hacía falta más. Es lo que le ocurre al genio, sin apenas esfuerzo y sin recocerse en las luchas por la maestría de los que otros hablan con la boca llena, hacen un milagro con apenas dos herramientas. Es lo que tienen los genios de diferencia con los meros charlatanes. Por eso, aquello estaba vacío, sin un loco analista de su propia obra abandonado a las greñas y las barbas, siendo humorista de su propia comedia creativa, criticándose sin cesar, lanzando cuadros al suelo y castigándose constantemente por no haber podido ser mejor al transmitir su mensaje sobre el lienzo.
Si la obra de Shyrah transmitía seguridad y firmeza, las bóvedas de las que recientemente era propietario, le daban una imagen aún más majestuosa. Empecé a sentirme fascinada hasta la médula por aquel inteligente e inspirador hombre misterioso.
Caminé por un pasillo estrecho que había tras la segunda bóveda. La luz había disminuido hasta tal punto, que apenas distinguía la punta de mis zapatos chocar contra el albero. Sin saber porqué, intenté caminar despacio, sin hacer ruido, como si fuese un forajido enmascarado atacando en la nocturnidad, con una sana, pero pícara alevosía.
Jugando en la oscuridad con la misma inocencia que hacen los gatos con las ratones, con los pajarillos y con todas sus presas, encontré a tientas a mi derecha una puerta de madera. Cedió con un leve crujido cuando posé mi mano sobre su pomo. El cuartucho, pues no se le podía llamar de esta forma, estaba totalmente vacío. Una mesa de escritorio de madera de pino, con una bandeja, grapadora, lapiceros y varios papeles desperdigados encima, al lado de una silla de enea era lo único que la amueblaban. Sabiendo que no encontraría nada que mis sentidos esperarán encontrar allí dentro, dejé que la puerta se cerrase por su propio peso. Esperé a escuchar el chirrido. El chirrido que me decía que aquella que actuaba era yo y que caminaba hacia delante aceptando las consecuencias. No era un sueño, y lo sabía. No me hizo fata el gesto inútil de intentar pellizcarme.
De repente, sin poder controlar mi gaznate, grité con voz insegura:
- Hola... ¿Hay alguien?
Solo un eco sordo de mi propia voz me devolvió la pregunta. Esperé unos segundos y volví a repetirla con voz algo más firme y confiada. El eco seco de mi voz volvió a responderme. Con cierto regusto a prohibido por el hecho de estar prácticamente delinquiendo, mis pasos continuaron avanzando. Donde mis ojos perdían el alcance del pasillo que me quedaba por andar, parecía que éste giraba a la derecha. La luz cada vez iba siendo inferior.
Una vez hube llegado al giro que me sumiría en las completas tinieblas, vislumbré al fondo una puerta entreabierta. Parecía emitir una luz de velas tras su escasa apertura. Intrigada por el juego de las puertas en la oscuridad y metida a fondo en el papel delincuente que había adoptado, me acerqué hasta ella.
Situándome para no ser vista y poder vislumbrar que ocurría en el interior, tomé aire y lancé mi cabeza y mirada tras la puerta entreabierta. Mis ojos se quedaron paralizados en un espejo y... en su reflejo. Apoyado en las paredes de ladrillo visto, un espejo de al menos seis metros por seis metros con un inmenso marco negro, estaba apoyado al fondo de la estancia en el suelo. A sus pies, un colchón tirado en el suelo con sábanas en verde oscuro. Alrededor del colchón, múltiples velas de colores que daban un aspecto exótico y misterioso a la habitación. En el reflejo del espejo, un bello cuerpo moreno y desnudo de hombre, el cuerpo perfecto de su admirado maestro Shyrah por el que en aquellos momentos estaba sintiendo algo más que devoción artística. La melena morena del artista caía por sus hombros color aceituna y se cortaba justo a mitad de su espalda. En el punto justo para dejar ver unas letras árabes tatuadas en la parte trasera de su desnudo torso. Él estaba situado frente al espejo encima del colchón, de pie, mirándose fijamente a sí mismo con la cabeza algo agachada. Sentí como mi pulso se aceleraba y como mis ojos se abrían cada vez más para captar hasta el menor de los detalles. Como una vulgar voyageur, me dejé llevar por la belleza de aquella tersa y musculosa piel del color de las aceitunas. Mi cabeza asomó un poco más por el marco de la puerta y mis ojos casi ni pestañearon en un intento de abarcar para el recuerdo, todo aquello de lo que fuese capaz.
Shyrah, frente al espejo, pasaba las manos por su propio cuerpo. Lentamente y casi en un ritmo de ritual excéntrico, acariciaba la propia musculatura de sus brazos de piel de gitano, piel curtida por los océanos, mares y desiertos que había transitado en busca del guía que, sin duda, debió indicarle muy bien el sendero hacia el nacimiento de la creatividad. No podía ver bien su rostro pues, tenía la cara levemente agachada. Seguí la dirección de su mirada tras el espejo. Contemplaba, sin serle necesario el espejo para ello, su propio sexo. Pronto dejó de acariciarse los brazos y lentamente bajó sus dos manos a compás arrastrándolas por sus pectorales y después, por su cintura hasta llegar a la zona donde le esperaban impacientes sus genitales. Vi con claridad su sexo erecto, en calidad de los noventa grados más perfectos que había visto hasta entonces en la historia. Pronto sentí cuál era la forma de exhalar la tensión creativa de mi maestro y decidí, como una vulgar voyageur, quedarme a contemplarle. Mis piernas temblaban y escuchaba como mi respiración, sin ningún permiso, comenzaba a acelerarse. Sin saber porqué, me descalcé de los zapatos y agradecí sentir el frío albero en mis pies. Arrugué mis pies una y otra vez para sentir el frío de la arena acariciando las plantas de mis pies. Eché la cabeza hacia atrás y apoyé bien mi cabeza y mi espalda sobre mis brazos junto al muro. Intenté respirar tranquila, pero la curiosidad me podía, el sentimiento era más fuerte que mi propio yo del autocontrol. Froid me hubiese tildado, como poco, de enferma obscena. Quizás llevaría toda la razón, pero que entendía ese misógino necio de belleza... Volví a mover la cabeza en dirección a la puerta. Volví a ver su bello reflejo en el espejo. Sus manos ya habían llegado a su sexo. Al menos, ya sabía que aventuras tenía cuando no tenía el pincel en la mano. Sencillamente él mismo en su soledad, amándose lentamente, sin prisas ni reparo. Él frente a él desnudo en el espejo. Él en estado puro. Mis muslos se tensaron, mi vientre se contrajo y una especie de deseo insano me mantuvo clavada sobre el frío albero en el que estaban mis pies.
De repente, Shyrah hizo un leve gesto con la cabeza, gesto con el que yo estuve segura que había notado mi presencia. Desplacé mi mirada desde el centro del espejo hacia la izquierda, y vi claramente, como yo misma, sin haberlo visto antes, estaba reflejada en él. No me reconocí en aquella escena, pero mi personaje acusaba mi presencia en el cuadro. Seguía dentro del peligroso guión. Seguía dentro de un cómico cuadro que irradiaba múltiples cosas a la vez, entre ellas luz. Una inmensa luz cegadora. Noté como el chivato e impertinente reflejo me devolvía la fijeza de su mirada. Ahora, yo era la que estaba siendo contemplada. Separó una de las manos de su sexo y la levantó hacia el espejo. Cuando pensé que uno de sus dedos se elevaría para pasar a moverse en señal de que fuese hacia él, su mano ofreció un gesto completamente contradictorio: levantó la palma de la mano en su totalidad e hizo amago de estarme frenando, como queriendo indicarme que me mantuviese tal y como estaba, en la misma posición. Parándome a pensar la situación, tampoco había pensando en acercarme. Tampoco había pensado en no hacerlo. Simplemente, me remitía a admirar la belleza que ante mí, estaba siendo mostrada.
Tras el gesto, el devolvió su mano a su propio sexo. Comenzó a tocarse mirándome fijamente, sin el menor atisbo de pudor. Mis muslos, cada vez se contraían más en un intento imposible de salirme del guión. Pero los ojos de él me cercaron en el reflejo del espejo. Veía como su boca comenzaba a entreabrirse, dejando atisbar unos jadeos con el ritmo de su propio movimiento. Desde donde estaba, olía a cera y a la mezcla de diferentes aromas exóticos que estas expelían. El calor en mi cuerpo aumentaba, mientras tan solo oía de fondo unos suaves jadeos escondidos tras el ruido del camión cisterna que pasaba en el exterior. Ni tan siquiera el ruido de los barrenderos al hacer chocar los cubos de basura contra la pared, pudo sacarme de mi estado de locura. La tentación estaba en el espejo. La tentación estaba incluso al verme a mi misma en el reflejo. Mi pulso se aceleraba y mis manos no cedían en los reiterados y absurdos intentos de estas, de colarse entre mis piernas. Razón vs pasión.
El espejo unía y a la vez separaba nuestros cuerpos. La complicidad se sentía tejida en el cristal. Mientras tanto, los barrenderos hacían un estribillo combinando el ritmo de sus golpes con los jadeos de mi maestro. Mi corazón acelerado resonaba en mi cabeza. Hacia fuego al chocar con mi pulso. Al otro lado, su cuerpo, sudaba a la luz de las velas, cubriendo su piel aceituna con pequeñas gotas que hacían brillar su piel. Sus manos, rítmicamente, continuaban su propia obra: su placer. El mío. Mi excitación, la suya. El fuego no paraba de aumentar. Ni por un segundo apartó su fija mirada de la mía. Los reflejos de nuestros ojos se miraban de forma directamente proporcional. Aquel momento era único en el tiempo. Nadie entendería jamás el influjo de aquellas dos miradas envueltas en la lujuria del reflejo de un espejo a la luz y aroma de unas exóticas velas. Nadie entendería la irreverencia de cómo una señorita contemplaba como si de una vulgar voyageur se tratase, a un gran maestro del arte masturbarse. Una obra de arte que el propio artista estaba dibujando para mí en su sentimiento más íntimo y personal; una obra que me estaba siendo ofrecida en directo y solo para mis ojos; estaba segura, que con ningún otro ser, aquella obra hubiera podido retratarse igual. Sólo era visible para aquellos ojos que pudieran ver. Para alguien que en aquel momento pudiera sentirlo en la misma intensidad que lo estaba viviendo él. Dos cerebros frente al espejo. Una única mente pensante. La irreverencia para las personas normales, pero sólo, porque ellas no entienden de arte.
Sin saber porqué, de repente, me salí del guión. Me subí a mis zapatos y comencé a correr, levantando el albero a mi paso y en dirección completamente opuesta a en la que se encontraba él. Shyrah. Corrí por el pasillo que antes vio mis lentos pasos, corrí por las bóvedas de albero. Corrí hasta llegar a oír mis tacones en el suelo de madera de la entrada. Corrí hasta llegar al coche. Shyrah.
En mi huída, sé que él vino tras de mí. Pero no pude pararme. El miedo me invadió. En aquel momento, unidos en el espejo, sé que supo que estaba pensando. En aquel momento, unidos tras el espejo, él pudo leer mi mente. En aquel momento, unidos en el espejo, sentí mi docilidad inevitable a su ser y mi falta de resistencia, dejándome al descubierto y vulnerable.
Al estilo Virginia Wolf, quemé todas sus imágenes. Todos sus libros. Todos los folletos que había conservado de exposiciones, actos e inauguraciones donde había estado de artista invitado. Quemé mis recuerdos y mis deseos en múltiples masturbaciones de insatisfacción.
Casi cuando creí haberlo olvidado, el recuerdo me dio en la cara sin piedad. Paseaba por el centro histórico camino de la tintorería. Como siempre, evitaba pasar por la acera de la pequeña galería donde Shyrah exponía obras con frecuencia. Pero en la acera de enfrente me esperaba el pasado dándome en la cara. Y es que ya se sabe, cuando se cierra una puerta, siempre se abre una ventana.
Fue un hombre anuncio quién me hizo entrega de ello. En el folleto publicitario Shyrah“Ella y él frente al espejo. Un único reflejo.”. Un “ella” en el titular que ella sabía estaba cargado de simbolismo y connotaciones, y que no podía quedarse sin descubrir que significaba.
anunciaba su nueva exposición con la fotografía de su obra central: ella y él en el espejo. Ese mismo enunciado daba título al cuadro.
anunciaba su nueva exposición con la fotografía de su obra central: ella y él en el espejo. Ese mismo enunciado daba título al cuadro.
Cruzó la acera, pagó la entrada a la galería, bajó corriendo las escaleras hacia el sótano inferior donde estaba la exposición de su maestro y buscó el cuadro evitando que sus ojos se fijasen en ninguna otra obra. En la estancia central del sótano lo encontró. Allí estaba, entre bóvedas más modernas y paredes pintadas en un pulcro blanco que parecía hasta insultante. El tamaño era de seis metros por seis metros. Igual que el espejo de la iglesia de albero. Lo rodeaba un marco negro. Los dos estaban perfectamente retratados. Tal y como estuvieron aquel día en la surrealista realidad. Tal y como estaban también en su recuerdo. Las velas y la cama de sábanas verdes también estaban. La chica de seguridad de la galería me miró con cara de reconocimiento. Me había identificado a la primera con la chica del lienzo. Noté como mis muslos se apretaban, aumentaba mi pulso, gemía mi boca y sudaba mi cuerpo. Cerré los ojos. Olí, de repente, el olor que en su día transmitían el aroma de aquellas exóticas velas. Aquella vez tampoco era un sueño. No quise abrir los ojos. Él estaba tras de mí, consciente de mi inmovilidad y expectación. Suavemente me giró, pero no hacia él, sino que me cambió de posición. Seguí con los ojos cerrados. Noté como ahora miraba hacia la izquierda de donde antes me encontraba. Noté como se acercaba a mi oído pues me lo anunció el aroma de las exóticas velas adherido a su piel. Su piel, al igual que la mía, también ardía. Lo noté en el contacto con sus mejillas. Sólo me dijo: “abre los ojos”.
Fue al abrirlos cuando contemplé la plenitud. Frente a mí, había un espejo. Él estaba justo detrás de mi en el reflejo, agarrándome por la cintura. Veía como la chica de seguridad nos miraba, pues esta ocupaba una esquina del espejo. Shyrah me miraba a mí, fijamente, con firmeza, con la misma mirada de aquella noche entre la luz de las velas. Él y yo, unidos en el espejo. Cerré los ojos y me dejé llevar por el aroma de los recuerdos y por lo que de mí, decía y enseñaba el reflejo de aquel espejo. La mirada de sus leales recuerdos. Su mirada sobre el albero frente a mí.
Jamás me vi mejor retratada.
Ni tan siquiera, en una fotografía.
Aquello era yo, con todas sus consecuencias.
Era yo, mi yo en el espejo. Era él, Shyrah, mi maestro devolviendo mi reflejo, sin portar más que su mirada y su cabeza pensante. Cabeza a la que ahora podía oír, sin que el emitiese voz ninguna procedente de su garganta. Sin banalidades ni superficialidades. Dos cerebros reconociéndose en el nítido reflejo de aquel espejo, en dónde se les antojaba echar de menos el albero. Dos almas aparentemente iguales, atrapadas bajo aquella muralla de cristal. Una única mente pensativa que entendía, sin más, la hermandad de cuanto allí existía.
Un único reflejo ante el espejo.
Cuatro pies calientes hundiéndose en el albero.
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