Relato galardonado con el primer premio del certamen: "Libertad de SER; de Goya a 2008", organizado por Cadena SER.
Escuchando: Joe Cocker - With a Little Help From My Friends
Jean Malesange, conocido por sus vecinos como el chispero Juan Malasaña, salió de su casa antes del amanecer. La madrileña calle de San Andrés sita en el antiguo barrio de las Maravillas, era testigo de sus pasos, que como cada mañana, recorrían las calles de piedra hasta llegar a la fragua donde trabajaba. Sin saber porqué, desde antes de salir de su casa, supo que aquella mañana sería diferente. La primavera engañosa quería difuminar el escenario con un tímido olor a azahar y el frescor del rocío, pero nada engañaba a la intuición que se había apoderado de todos los madrileños desde hacía semanas. Aquella noche había sido muy movida. Algo estaba a punto de estallar. La gente estaba en la calle, haciendo grupos y hablando entre sí, a pesar de las horas tempranas que eran. Cierto es que llevaba días viendo personas paradas hablando entre ellas, pero de manera más tímida. Ahora, grupos de más de diez se reunían en cada esquina, en cada portal. Hablaban bajo y se movían entre el resto de grupos de la calle. Parecían alterados. Algunos actuaban como caudillos improvisados, acaparando la atención de los que se paraban a escucharles. Estaba llegando. La revolución se palpaba en el ambiente.
A pesar de todo, Juan se dirigió a la fragua. Recordó como su esposa, minutos antes, había intentado marcharse con él. Estaba nerviosa y pensaba que era mejor no dejarle solo por lo que pudiese ocurrir. A duras penas, Juan calmó a su mujer y le dijo que si ocurría algo iría en su busca. Ella se quedó conforme y dijo que después de dejar preparada la comida del mediodía, iría a verle. María se despidió con un beso de su marido y fue hacia el cuarto de Manuela. El día comenzaba para los trabajadores y Manuela, hacía tiempo que había dejado los estudios básicos para incorporarse al mundo laboral. María abrió la puerta del cuarto de su hija y se quedó observándola. Era bonita, sus mejillas rosas demostraban la inocencia de sus diecisiete años, “parecía un ángel…”. Siguió observándola, tenía un presentimiento que le encogía el estómago. Parecía que sus pies no querían ir hacia su cama, no quería despertarla aún. Algo ocurría y ella lo palpaba, tenía miedo de que algo pudiera dañar a su alegre hija. “Era una chica tan especial…” de repente, Manuela despertó sin ayuda. Se puso boca arriba en la cama y dirigió la mirada hacia donde estaba su madre. La sonrió. María Oñoro devolvió la sonrisa a su hija Manuela, mientras una frase le venía a la mente: “mi pequeña…”. La voz de Manuela le sacó de sus pensamientos:
- - ¿Qué hace de pie en la puerta madre?
Manuela ya estaba frente a ella en la puerta del dormitorio. Le miraba con sus simpáticos ojos negros.
- - Nada hija, tan solo iba a despertarte. –María intentó disimular su turbación- Te he preparado el desayuno, vamos, aséate, tienes que ir al taller.
Mientras Manuela se aseaba, su padre seguía caminando hacia la fragua. Antes de cruzar la calle vio como Antonio el panadero se dirigía hacia la dirección donde él se encontraba, gritando y haciendo gestos exagerados con los brazos. Cuando pasaba por al lado de algún grupo, la gente escuchaba su mensaje y se llevaba las manos a la cabeza. Debía estar diciendo algo importante. En la mano, parecía tener una navaja. Antonio se aproximó a él y ahora sí, escuchó claramente lo que venía diciendo el anciano panadero:
- - ¡Qué nos lo llevan! ¡Qué nos lo llevan!
Todo el mundo a su alrededor murmuraba en alto y como los grupos anteriores, se llevaban las manos a la cabeza. Juan Manuel entendía más o menos que era lo que podía estar ocurriendo, pero necesitaba que alguien se lo confirmase para saber la gravedad real del asunto. Antes de que el panadero desapareciese por la calle contigua, Juan se acercó apresuradamente a él:
- - ¿Qué ocurre Antonio?
--- ¿Pero aún no te has enterado Juan? ¡Nos lo llevan! –el anciano parecía angustiarse por momentos-
- - Pero… ¡¿A quién se llevan?!
- - Sí es que no te enteras de ná, el calor del horno te ha derretido los tímpanos Juan, ¡Traición! ¡Nos han quitado a nuestro rey y quieren llevarse a todos los miembros de la familia real! ¡Muerte a los franceses! ¡se llevan a Francisco de Paula! ¡Nos lo llevan! ¿pero no te has enterado de ná hombre de Dios? –el anciano le miraba con cara de estupefacción-.
- - Yo…
El viejo Antonio debió intuir que el chispero no tenía idea de lo que estaba ocurriendo, pues no le dejó seguir hablando.
- - Juan Manuel, la ciudad se encuentra ocupada por los franceses, parece que se han multiplicado ¡están por todas partes! Durante la noche, se han organizado algunas cuadrillas de vecinos para planear una manera de echarles de aquí. Sabía yo que no nos traería ná bueno hacer amistad con los franceses… No estamos dispuestos a permitir que nos ocupen ¡no podemos hacerlo! El cobarde del Rey parece haber abdicado en el abominable emperador francés, vete a saber que nos va a pasar ahora. Francisco es el único Borbón que quedaba en palacio y ahora lo están sacando, se lo han llevado en un coche. El gentío ha intentado asaltar el palacio, pero uno que se hace llamar como general Mourat parece haber ordenado a los guardias imperiales que ataquen a los que estaban intentando saltar la verja ¡Tenían incluso artillería! Ha sido una escabechina Juan… ¡horrible! Al parecer según dicen hay 30.000 franceses ¡30.000! ¿Sabes lo que eso significa?
- - Entonces… ¿Es ahora Napoleón el Rey? ¿Eso es lo que ha ocurrido? ¿El Rey ha abdicado en Napoleón?
- - Sí Juan Manuel. El muy cobarde lo ha hecho… si lo cogiera lo mataría con mis propias manos, no me creo eso de que le han obligado, uno muere por su tierra, no sale corriendo... ¡Un momento! ¡Juan tú eres francés!
- - Por el amor de Dios Antonio ¡no es momento de tonterías!
- Tan sólo quería comprobar que tus raíces no te hacían estar en el lado contrario Juan, entiéndeme, la cosa está muy negra. Los franceses son nuestros enemigos.
-- Y los míos Juan… y los míos…
-
- Juan únete a uno de esos grupos, tengo que seguir informando al barrio de que busque como sea armas y municiones, la cosa está muy negra Juan, ¡muy negra!
El anciano se alejó por la calle igual que vino, gritando la misma frase: “¡Qué nos lo llevan! ¡Qué nos lo llevan!” Los grupos de alrededor que escuchaban la noticia hacían lo mismo: se llevaban las manos a la cabeza.
Pronto Juan se vio rodeado de compañeros entregados a la causa de luchar por la libertad. Los gritos de "¡libertad o muerte!" y "¡muerte a los franceses!" invadían cada recoveco del barrio de las Maravillas. Llegaban noticias de que algunas cuadrillas se habían dirigido a las puertas de la ciudad para impedir la salida del infante. De momento parecían resistir, pero el sueño, como sabemos, no dudaría mucho. Los sentimientos de odio hacia los franceses venían larvados de antes, pero ahora, con los nuevos acontecimientos, ese sentimiento había pasado el umbral del odio: se había convertido en venganza, por los muertos y por la situación política que ni mucho menos, era deseada por los habitantes de la ciudad. Madrid no podía frenar, no podía pararse ante las injusticias cometidas al pueblo. El pueblo había sido engañado y ahora le tocaba coger el toro por los cuernos para salir del hoyo. Ningún madrileño pensaba que fuese imposible la lucha cuando decidió involucrarse y arriesgar su vida en pos de la libertad, ni tan siquiera Juan a pesar de ser francés. De pronto, mientras seguía a la muchedumbre que intentaba trazar planes rápidos, se acordó de su esposa y de su hija. Por el barullo que había en la calle debían haberse enterado ya de lo que estaba ocurriendo. No quería que su familia saliera de casa, por lo que avisó al gentío que enseguida les alcanzaba y se dirigió al número 18 de la calle San Andrés, que era donde vivían. Antes de tomar la calle que le llevaba a su casa, se encontró con Manuela. La chica se dirigía al taller donde trabajaba, el cual no se encontraba muy lejos. Rápidamente la puso al corriente de lo que estaba pasando en la ciudad, aunque ella por supuesto, ya lo sabía todo. Es lo que tienen las malas noticias, se propagan a velocidad de vértigo. Juan Manuel insistió a la joven de que volviese a casa con su madre, pero no solo la simpatía y la belleza definían a Manuela, la joven era testaruda como una mula, por lo que a pesar de su obediencia habitual, llevó la contraria a su padre. Le dio un beso en la mejilla y le dijo que no tenía porque preocuparse ya que en el taller no le pasaría nada y estaría a salvo. Dicho esto, la chica dio media vuelta dejando a su padre boquiabierto en medio de la calle. Juan pensó que no era momento de discusiones. Decidido esto, escuchó el ruido de una artillería que venía de lejos. Miró a su hija por última vez, observó sus graciosos andares hasta que la callejuela que tomó a la derecha la engulló. Siguió dirección a casa para avisar a su mujer como le había prometido antes. Le contó todo mientras ella hacia exagerados gestos de terror. No entendía como su esposa dudaba de que los madrileños conseguirían expulsar a los franceses antes de que acabase el día. Ninguna frase de alivio la calmaba. Nerviosa, sacó todos los santos y velas que había en la casa de cajones y armarios. Rezaba en voz alta mientras Juan Manuel la miraba sin saber que decir. Le pidió que no saliese de casa. María, a su vez, le pidió a él que volviese a informarla en unas horas. Juan Manuel se lo prometió. Se besaron y se dijeron adiós. Entonces, no sabían que iba a ser el último.
En el taller del cuartel, muchas trabajadoras no habían aparecido. Los telares y uniformes colgaban de las paredes sin que nadie fuese a descolgarlos para seguir con la labor. Nadie cosía. Tras la entrada de Manuela, la dueña del taller de costureras cerró la puerta con llave e indicó a las chicas que comenzasen el trabajo. Ninguna desobedeció, ninguna hablaba. Manuela decidió sentarse junto a la ventana. Así podría estar informada de lo que pasaba en la plaza. Como hacía una buena mañana, abrió la ventana. El tumulto le llegaba de lejos. Fue entonces cuando la dueña del taller gritó su nombre. Cuando se giró y le preguntó que ocurría, la dueña se quedó parada y le respondió que nada. Vio como esta se daba la vuelta y se dirigía camino a sus labores, pero se frenó en seco, se volvió y dijo algo más: “está bien así, perdóname Manuela”. Ninguna de ellas sabía cómo tenía que actuar. Algunas habían salido para unirse al levantamiento que cada vez era más latente. Otras, se habían quedado sin tampoco saber si era miedo o es que la situación las había dejado en estado de shock. Tras enhebrar la aguja, Manuela miró por la ventana. Vio como algunos vecinos estaban intentando construir unas improvisadas trincheras. Todo tipo de artilugios que podían entenderse como “de defensa” se estaban colocando tras ellas. Manuela pensó que Madrid resistiría. Entre los ciudadanos que levantaban las trincheras, vislumbró a Clara del Rey y su familia colaborar en lo que podían. Clara siempre había sido una mujer valiente. Verla allí hizo a Manuela sentirse como una cobarde. Sus mejillas se encendieron. Sus tres hijos , también estaban con ella. Volvió a bajar la vista a la costura. No pensaba coser. Tenía los puños apretados y la mirada perdida. Miró nuevamente por la ventana y vio a su padre al lado de Clara y su marido. Colocaban sacos unos encima de otros. De repente, algo estruendoso retumbó en el barrio: la artillería estaba cada vez más cerca. Tras los ruidos, la gente comenzó a correr como loca por la calle. Manuela se levantó de la silla y miró por la ventana. Su padre seguía amontonando sacos con Clara. Otros, se dedicaban a cargar las armas que habían recolectado. El resto, simplemente corría y gritaba. De repente reconoció una voz que gritaba alterada, era Antonio, el panadero:
- - ¡Nos falta munición! ¡que alguien encuentre munición! ¡los franceses ya están aquí, están entrando en el barrio! ¡libertad o muerte compañeros! ¡debemos resistir!
El anciano se movía como un chico de veinte años. Toda la muchedumbre se puso manos a la obra, creían estar bien organizados y decidieron esperar la llegada de las tropas imperiales: iban a darles lo suyo. Manuela entonces recordó que en el cuartel podía encontrar munición. La habitación donde solían guardarla los soldados, estaba en una sala al lado del salón principal. Sin pensarlo dos veces, dejó la labor y el costurero en la silla y se dirigió hacia la parte trasera del taller. Allí había una puerta que le llevaría directamente a la sala de armas. Cuando estaba a punto de abrir la puerta, volvió sobre sus pasos hacia la ventana donde casi, había empezado a coser. Abrió el costurero que había dejado en la silla y cogió las tijeras. Las guardó en el bolsillo de su falda. Pensó que no tendría que usarlas, pero prefirió sentirse segura. Quizás habría algún francés en el cuartel. Debía protegerse.
Tras cruzar la puerta, un silencio inusual la envolvió. No parecía haber ni un alma en aquellos grandes pasillos y despachos. No vio a nadie ni se cruzó con nadie. Llegó sin ningún sobresalto a la sala de armas. Abrió la puerta y encontró la mayoría de cajas vacías. Alguien debió descubrir antes que ella la mina de abastecimiento. No obstante, cogió todo lo que vio y pudo cargar y se dirigió nuevamente al taller. Cuando hubo llegado allí, se cruzó con su jefa. Esta no le dijo nada, se remitió a observarla. Miró como sus manos portaban armas y la munición necesaria para estas, estaba sujeta en la cinturilla de su falda. Manuela le devolvió la mirada. Parecían entenderse sin necesidad de hablar. El hecho de ser mujeres no las excusaba de sentir el mismo sentimiento de lucha que los varones de su pueblo. Manuela era muy querida y apreciada por Carmen, la dueña del taller, la trataba como una hija, pero en aquel momento no hizo nada por detenerla. Quizás su madre si lo hubiese hecho, pero ella, entendía a la muchacha. Hacía falta tener agallas y sabía que Manuela las tenía, su genio ya se lo había demostrado. Dejó de mirarla y fue hasta la puerta del taller. Abrió la puerta y la sujetó mientras miraba a Manuela. Se sonrieron tímidamente y sin necesidad de decirse nada, la joven se marchó.
Una vez fuera y tras esperar que sus ojos se acostumbrasen a la claridad, dirigió la mirada hacia donde antes estaba su padre. Ya habían levantado las trincheras en la plaza y todo el mundo tenía algo en la mano para defenderse. La artillería francesa volvió a sonar: cada vez estaban más cerca. Vio a Clara y su familia marcharse de donde antes estaban con su padre. La historia después nos contaría que su marido, ella y uno de sus tres hijos fallecieron ese mismo día en el Parque de Artillería de Monteleón.
Manuela entregó parte de la munición que portaba a su padre y se ubicó tras las trincheras. Tras ellas, padre e hija se miraron. Su padre observó a su pequeña, transformada en una joven inocente cargada de armas, con los ojos fijos y en los cuales apreció algo parecido a fuego: era la rabia. Le sonrió. Manuela calculó que era la tercera sonrisa del día. Pensó que sería lo que hacían los adultos cuando había problemas: sonreír y no decir nada. De repente, algo les sacó de su mirada cómplice padre-hija: los franceses ya habían alcanzado la calle contigua a la plaza. La artillería esta vez no era un aviso, ahora su sonido se hacía constante, acompañado de gritos de terror, de lucha y alaridos que removían el alma. Los madrileños se estaban defendiendo. Las mujeres, desde los balcones, arrojaban a la guardia imperial francesa aceite hirviendo. Manuela cogió su arma y se preparó a resistir. Un sentimiento de euforia se apoderó de ella y pasó por armas a todo aquel francés que intentó atacarla o poner en peligro a algún compañero de sus alrededores. No tuvo piedad ni pensó que era lo que hacía, sabía bien que esta era una lucha necesaria para su pueblo. La tiranía no debía ganar la batalla. La lucha fue cruel y casi todos sus vecinos se encontraban tendidos en la plaza, todos estaban muertos o heridos. Eran pocos los que se movían en el suelo. Había sido una carnicería, pero aún quedaba algo de gente en pie y los sonidos de la artillería no habían cesado. La tarde les sorprendería metidos en la batalla, momento en que un impacto enemigo aterrizó justo en la trinchera donde ella se encontraba. Al menos diez personas cayeron, entre ellas, su padre. Murió en el acto, la rabia la invadió hasta que vio que apenas le quedaban compañeros con los que luchar. Decidió que lo más lógico sería esconderse en el taller. La munición se le había acabado. Se despojó de todas las armas, ya inservibles, y corrió hacia el taller de costura. Llamó la puerta y la dueña le abrió. Una vez se hubieron asegurado de que la puerta estaba cerrada, la anciana abrazó fuertemente a Manuela entre lágrimas:
- - Manuela… eres valiente Manuela… mi vejez me ha hecho cobarde y eso no me hace sentir satisfecha. Estoy orgullosa de ti. Ahora será mejor que te quedes aquí, han mandado pasar por armas a todo aquel que sea portador de alguna.
- - Carmen… -a Manuela apenas le salía un hilo de voz- Carmen, mi padre ha muerto.
La anciana volvió a abrazar a Manuela contra su pecho. A Manuela ya no le salían lágrimas, estaba agotada. Estuvieron en esa postura hasta que llegó la noche. Ninguna pudo moverse ni decir palabra alguna.
Manuela poco a poco, fue volviendo en sí. Se dio cuenta de que sus piernas estaban cansadas de estar de pie y su espalda le dolía del fuerte abrazo de la señora Carmen. Además, en algún momento debería ir a darle la noticia a su madre. No sabía cómo iba a hacerlo. Suponía que se lo imaginaría cuando la viese regresar sola a casa, con la ropa rota y el cuerpo manchado de pólvora y sangre. No harían falta palabras. Con cariño se despidió de Carmen y abrió la puerta principal. Se aseguró que no hubiese enemigos a la vista y salió. Los cuerpos de sus vecinos y amigos estaban esparcidos a lo largo de toda la plaza. El suelo, estaba teñido de rojo. Rojo de sangre inocente. No podía ni tan siquiera mirar, allí, al lado, estaba el cuerpo sin vida de su padre Jean Malesange. Paradojas de la vida le habían matado los franceses. Sus propios compañeros de raíces. Manuela continuó caminando por las oscuras calles. Cuando casi estaba alcanzando la calle que le llevaría hasta su casa, vio como un grupo de cuatro hombres se dirigía hacia donde ella estaba. Cuando estuvo más cerca, se dio cuenta de que no eran vecinos supervivientes, sino guardias imperiales. Supo que era tarde, pero se dio la vuelta y comenzó a correr. Los hombres no perdieron tiempo y fueron tras ella, dándole caza sin ninguna dificultad. Empezaron a bromear de una forma lasciva mientras la sujetaban. Manuela supo entonces lo que se le venía encima. Aquellos hombres tenían intención de abusar de ella. Con una fuerza repentina, se zafó del hombre que la tenía sujeta y metió su mano en el bolsillo de su falda. De allí sacó las tijeras que había introducido por la mañana y que la habían acompañado en la jornada del horror. No permitiría que aquellos apestosos hombres que habían matado a su padre, le pusieran las manos encima. Les amenazó temerosa y rápidamente se vio en la trampa. Los soldados la pasaron por las armas allí mismo. Manuela nunca llegó a su casa. Su madre, María Oñoro, esperó en la casa rezando que su familia en algún momento apareciese por la puerta. Pero aquello nunca ocurrió, la última vez que les vio fue el 2 de mayo de 1808, día en que la tiranía y prepotencia de un emperador, arruinó los propósitos de una ciudad y de mil familias: “La resistencia y la lucha a favor de la libertad”.
Hoy nos quedan algunos recuerdos de aquella heroína llamada Manuela Malasaña, aquella mujer que intentó defenderse hasta el último momento de la injusticia y el engaño al que había sido sometido el pueblo. Un barrio, una calle y una estación de metro hoy le rinden homenaje, pero yo, me quedo con las frases que sobre ella, dijo un poeta:
“Por la calle de Fuencarral, en dirección a la Puerta del Sol, baja con apuesto y jaranero continente una mujer. De abajo a arriba, unos minúsculos zapatitos con galgas, una falda de lana roja de las de medio paso, una chaquetilla de merino con abalorios, un chal envolviendo el atrevido busto y por remate una carilla risueña, de ojos negros y picarescos y de boca fresca, siempre dispuesta a la risa y al donaire. Esta es nuestra heroína, Manuela Malasaña.”
Largo es el camino hacia la libertad…
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